
El de ayer fue un día grande para los memorialistas de la banca española. Ana Botín-Sanz de Sautuola y O’Shea (ex Patricia, ex heredera, la sangre joven de la estirpe) y Francisco González Rodríguez (nuestro FG de toda la vida, con sus 20 años justos al frente de Argentaria y BBVA en los que ha visto bajar mucha agua bajo los puentes) se sentaron juntos en un debate público para hablar de los desafíos del sector. Lo nunca visto. La “amarga rivalidad” de Santander y BBVA, según la expresión acuñada en su día por la revista ‘The Economist’, se transformó ayer, al menos durante un rato, en una serena complicidad. Intercambiaron sonrisas, compartieron ideas y al final, fuera del foco de las cámaras, se despidieron con un beso más amigable que cortés. Como recuerdo, Botín le dejó a González una recomendación risueña para que tuviera cuidado con los micrófonos, que le habían dado problemas durante el debate.
Habrá quien piense que la desgracia une. Puede ser. Hoy en día, Santander y BBVA, aun siendo entidades muy diferentes, tienen en común al menos tres grandes amenazas: la regulación, que les ahoga con crecientes exigencias de capital; los tipos de interés, que les impiden ganar dinero (“nos están matando”, sentenció ayer González), y la revolución tecnológica, que erosiona su base de clientes. Un triángulo potencialmente letal que ha convertido a la banca en el peor negocio del mundo, después del fútbol.
O sea, que sí. Que Santander y BBVA tienen buenas razones para apelar a la solidaridad de los desgraciados. También puede influir en el cambio de tono de la relación que ya no se perciben como rabiosos competidores: los enemigos son otros. Con todo, no es fácil olvidar las disputas a bayoneta calada que ambos tuvieron en Latinoamérica durante los años noventa, ni las infantiles contraprogramaciones de resultados y eventos durante de la primera década de este siglo ni las reprimendas que recibían los empleados del BBVA si se le ocurría aparecer en la oficina con una corbata roja.
Toda esa escenografía de Capuletos y Montescos, cuidadosamente diseñada durante muchos años por Emilio Botín y Francisco González, se diluyó durante las jornadas organizadas en Madrid por el Instituto Internacional de Finanzas, un potente lobby financiero internacional, en las que se dieron cita la creme de la creme de las finanzas europeas. Ana Botín (elegante y delgadísima en un conjunto de tonos azules, el color corporativo de BBVA) y Francisco González (severo en su atuendo clásico) se prestaron a participar en el debate estrella de la jornada en un auditorio lleno a reventar, con gente tirada por las escaleras de acceso.
Ambos vinieron a decir lo mismo, con algunos matices. González, como siempre, fue rotundo en sus opiniones y se recreó en su intervención sobre la transformación digital. Botín estuvo algo más comedida y a propósito del Brexit puso el acento en su compromiso con el Reino Unido. Si en el fondo del debate coincidieron, en el aspecto formal hubo algunas diferencias, y el que salió perdiendo fue González. El presidente del BBVA, siempre muy serio, se mostró en alguna fases del debate atascado y nervioso. Botín en cambio pareció más suelta, más sonriente y natural, bien pertrechada tras un inglés fluido, aunque quizás con alguna muletilla de más.
¿Fumaron Ana Botín y FG la pipa de la paz? Quizás no. Humo no vimos. El lenguaje no verbal de Botín, que cruzó la pierna ostensiblemente en dirección contraria a donde se sentaba González, revela distanciamiento. Pero seguramente el debate de ayer servirá para mejorar una relación averiada durante años por enconos empresariales y personales, lo cual es un señal de madurez que puede servir de ejemplo en otros ámbitos. Como decía uno de los asistentes al debate: “Si estos se pueden entender, ¿por qué no nuestros políticos?”.
El debate de anoche en Antena 3 fue el mejor que recuerdo. Porque:
- La puesta en escena fue elegante e informal al mismo tiempo. No se vio cartón-piedra.
- Los conductores estuvieron impecables. Ana Pastor moderó su ansia interrogativa y aportó el tono justo de exigencia. Vicente Vallés ofició con aplomo y alguna repregunta pertinente.
- El cruce de opiniones fue relativamente vivo. Claro que los candidatos recitaron muchos de sus mensajes, pero el debate no fue una sucesión de monólogos. Hubo interrupciones, duelos dialécticos y algún intercambio de disparos a cuatro.
Tres candidatos, cuatro participantes, cinco protagonistas
- Pedro Sánchez. Quizás el menos afortunado de los cuatro. Se equivocó en la primera parte del debate al reaccionar con unas desconcertantes risitas a los argumentos de los demás. Su asesor, Óscar López, debió aleccionarle en el primero de los descansos publicitarios (luego se verían unas imágenes en las que le echaba claramente la bronca), porque después Sánchez corrigió el tiro y remontó. Lo pasó mal en el debate económico. No tuvo respuesta ante las acusaciones de Soraya de haber dejado a España al borde del precipicio. Tampoco pudo replicar, como hubiera sido de ley, que Zapatero ayudó a evitar el rescate, porque sabía que si utilizaba ese argumento Iglesias se lo hubiera comido crudo. Mucho mejor estuvo Sánchez cuando abordó los temas institucionales, como la reforma de la Constitución o la colaboración frente al terrorismo yihadista. Su mensaje: “El cambio soy yo”.
- Pablo Iglesias. Tuvo algún desliz (el referéndum de Andalucía, el hilarante waterhousewatchcoopers, la mención a Ocho apellidos catalanes como ejemplo de la España plural) pero sigue siendo bueno en la descripción y el diagnóstico de los problemas. Empitonó más de una vez a Pedro Sánchez con una actitud entre crítica, paternalista y condescendiente. Se trabajó bien a su público con apelaciones como la de que “este país no se merece un presidente como Aznar nunca más”, pero apenas si le zurró a Soraya, como si no fuera de su nivel. Cerró su intervención con una invitación a la sonrisa, aunque a él lo de sonreír no se la da bien: cuando lo intenta le sale una mueca. Su mensaje: “La izquierda soy yo”.
- Albert Rivera. El más nervioso de todos. El primer plano general de los cuatro delató su ansiedad. Decepcionó un poco las expectativas previas. Sin embargo, hilvanó algunos buenos argumentos en materia económica y jugó con habilidad a repartir apoyos entre unos y otros para resaltar su centralidad en el espacio político y por tanto su capacidad para forjar alianzas a uno y otro lado de su abanico ideológico. Dejó claro que va a por todas y que quiere ser presidente, no palmero. Su mensaje: “El imprescindible soy yo”.
- Soraya Sáenz de Santamaría. Salió airosa. Le sobraron algunos latiguillos (ese “En primer lugar…”) y sus explicaciones sobre la ausencia de Rajoy sonaron huecas, pero se atuvo a sus mensajes centrales (“hablar es fácil, gobernar es muy difícil”, “me hubiera gustado ver a algunos hace cuatro años”) y cumplió con eficacia su función de papel secante. Lo pasó mal cuando le atizaron con el tema de la corrupción, pero no se puso roja porque ella no está en el círculo de los malditos de Bárcenas ni tampoco pinta mucho en el partido. Su mensaje: “La estabilidad es Él”
- Mariano Rajoy. Su fantasma sobrevoló durante todo el debate. Difícilmente lo hubiera hecho mejor que Soraya. En caso de haber comparecido, los otros candidatos hubieran tenido un blanco fácil al que disparar, sobre todo en el tema de la corrupción. Desde ese punto de vista, la decisión de no ir puede considerarse acertada. Sin embargo, su ausencia puede interpretarse como un acto de suficiencia, de dejación de responsabilidades o de un tacticismo mal entendido, o de las tres cosas a la vez. Mucho tendrá que esforzarse en la campaña para limpiar esa imagen peyorativa. Su mensaje: “Yo soy yo”.
El posdebate
En el posterior debate televisivo de los segundos espadas, llamó mucho la atención la saña con que Óscar López , el representante del PSOE, se empleó contra Íñigo Errejón, el lugarteniente de Pablo Iglesias, que se vengó de él acusando a uno de los analistas de la mesa, Luis Arroyo, de estar a sueldo del PSOE. El representante de Ciudadanos, Fernando de Páramo, también se las tuvo tiesas con Errejón a propósito de qué partido está perdiendo fuelle en la campaña. La prometedora, o eso dicen, Andrea Levy, del PP, fue la más floja y apenas abrió la boca para decir cuatro obviedades.
La propuesta estética
Sánchez y Rivera se parecieron en todo: altos, apuestos, traje oscuro, camisa blanca, corbata roja. La estética vieja y nueva fue indistinguible. Iglesias marcó distancias respecto a los demás con su look juvenil habitual, aunque chirría un poco esa camisa de Carrefour metida con calzador por dentro de los vaqueros. Soraya compareció con un atuendo un poco extraño, vistiendo una chaqueta gruesa abotonada que parecía de terciopelo. No le beneficia ser tan bajita, pero tampoco está en edad de lucir una imagen merkeliana.
El corolario
El nuevo atlas de la política española es mucho más divertido.